Hacia varios años que soñaba con volver a España. No era solo añoranza. Un fuerte deseo añadido al recuerdo de aquella señora que había acompañado mis paseos por la campiña: las viñas con sus tonos rojizos, el añil de las montañas, el ocre de las tierras en aquel otoño de sueños juveniles. Todos estos recuerdos, aliñados con la imaginación y el empeño habían ido creando la necesidad casi compulsiva de señalar en mi cuaderno cada detalle, aunque fuese ñoño, de todas las alusiones que encontraba al mundo perdido una triste mañana de mi adolescencia.
Mi empeño algún día se vería recompensado, y el señuelo era pensar que al final una especie de justicia natural me llevaría al lugar originario. Con el ceño fruncido y apretando los puños, añadía al deseo la fuerza de mi resolución: ¡este próximo año sería el encuentro!.
Mientras el agua se llevaba dulcemente, cual velero, la caña cargada con todos mis sueños, yo, desde la orilla del riachuelo observaba atento las manos de mi cuidadora que agitaban cariñosamente el agua, añadiendo una sonrisa de complicidad mientras guiñaba un ojo al melancólico anciano soñador.
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